A fines de 1974, por decir rotundamente ¡NO! a la
estatización de la prensa, por denunciar lo que en la práctica resultó ser la
liquidación de la libertad de expresión en el Perú, fui deportado y tuve que
vivir hasta hace pocos meses en el destierro. También salí al exilio porque,
fiel a la conducta de Oiga en materia de riquezas naturales, había juzgado
ilegal y deshonroso para el país el contrato petrolero firmado aquellos días,
en la penumbra, entre el gobierno y dos empresas japonesas. Salí al destierro
cuando comenzaba a dar muestras de asombro frente al intento -infelizmente ya
culminado- de construir un triunfalista y multimillonario oleoducto de la selva
a la costa, mientras la realidad, el interés de los peruanos -los propietarios
de las riquezas naturales del Perú- nos exige afirmar la personalidad peruana
de la Amazonía. Y el buen razonar y hasta las conveniencias económicas futuras
aconsejan usar y no abandonar nuestros ríos selváticos, para hacerlos así más
peruanos; para que nuestras fronteras amazónicas sean vivas por la presencia
masiva de nuestra gente en la zona y por la actividad industrial y comercial
que allí se puede realizar. Porque el propósito de usar nuestros ríos no es el
absurdo traslado por agua del petróleo selvático a Talara sino capturar el
mercado brasilero para nuestro petróleo y derivados. No olvidemos que los ríos
amazónicos van a dar a la mar cruzando el territorio del Brasil y con justeza
se podría decir que ellos tienen trazado su destino.
Toda la documentación pertinente sobre el caso quedó en mis
oficinas, ocupadas primero por la policía y después por los «trabajadores» de
los talleres de Oiga. Hoy -marzo de 1978- no existen. Se hicieron humo junto a
muchos otros importantes é irrecuperables documentos y a las máquinas de
escribir y hasta a las sillas y astillas del antiguo Oiga.
Entre aquellos papeles, por ejemplo, se encontraba un
testimonio contundente sobre la inconstitucionalidad del acuerdo petrolero con
los japoneses, el del opinante más valioso sobre el tema en aquel momento, el
del constituyente que presentó y fundamentó, en la Asamblea del 33, el artículo
constitucional violado por el contrato en discusión. La opinión del doctor
Luciano Castillo, indispensable para el esclarecimiento de los alcances del
artículo 17 de la Constitución, quedó confinada seguramente a una desganada
lectura policial, si es que no se extravió o fue a dar a la basura en el
desmantelamiento de mi escritorio. En todo caso fue sumido en el ominoso
silencio al que las dictaduras condenan a los pueblos cercenándoles la libertad
de prensa. Ninguno de los doctos defensores de ese acuerdo petrolero,
encaramados en los diarios estatizados, quiso acordarse que estaba vivo el
autor del artículo 17 de la Constitución.
Salí al destierro en noviembre de 1974, acosado por bombas
que nadie protestaba y nadie investigaba; injuriado, vejado, acusado de ser
agente de la CIA, ante el gozoso beneplácito y los aplausos de los periodistas
estatizados; perseguido judicialmente, con ensañamiento, por el delito de
advertir a tiempo el abismo económico en el que estábamos cayendo. Una
advertencia que fluía con preocupada alarma del simple análisis de las balanzas
comercial y de pagos, así como de las sospechas que despertaba el escondido
endeudamiento externo. Antes de finalizar ese año -el 74- ya era visible un
descomunal déficit comercial y un fuerte deterioro de la producción, a la vez
que se le hacía difícil al gobierno ocultar que ya se habían superado con
exceso los límites razonables de endeudamiento. Las proyecciones de estas
tendencias llevaban irremediablemente a la catástrofe económica y hacían
imperativo tomar de inmediato medidas adecuadas de corrección financiera y
frenar en seco la demagógica e irresponsable política de subsidios a la
importación de alimentos que se estaba siguiendo; lo que, por otra parte, empobrecía
aún más a una agricultura empobrecida por la Reforma Agraria koljosiana de
"revolución" militar en su primera fase. También era indispensable
corregir las distorsiones y trasgresiones oficiales a esa misma ley agraria que
de continuo se producían en el campo y el desorientado y desactivador accionar
del gobierno en el terreno industrial y minero. Además, para recuperarse del
declive productivo, el país tenía que detener sin contemplaciones el acelerado
crecimiento de una burocracia inepta, kafkianamente dispuesta a trabar la
administración pública.
No era asunto de contener el proceso revolucionario -con el
que yo estaba y estoy de acuerdo porque el Perú se ahogaba en el inmovilismo-,
sino de enrumbarlo hacia la racionalidad, poniendo de lado la improvisación
infantil, el disparate de la ignorancia y el rencor y el odio, que ni son
revolucionarios ni tienen nada que ver con la ciencia económica.
Hoy vuelvo no para constatar que el faraónico y nada
indispensable oleoducto pesa como fardo de plomo dentro de una descomunal deuda
externa; ni para comprobar que estuvieron acertadas las predicciones de Oiga
sobre la crisis económica, aunque jamás sospeché que llegaría a la magnitud a
la que ha llegado; y tampoco vuelvo para pasar revista a los agravios y daños
que sufrí.
Vuelvo para recordar la frase célebre de fray Luis de León,
el "como decíamos ayer", tantas millones de veces repetido, porque el
hombre vuelve y vuelve, infatigable, a poner las mismas piedras en su camino y
vuelve y vuelve a tropezarse con ellas, revolviéndose continuamente en el campo
político entre la piedra de la represión y la vuelta a la libertad, entre el
rencor y el perdón por lo sufrido. Situación, claro está, nunca expresada con
la grandiosa generosidad del "como decíamos ayer" salido de los
labios del exquisito poeta leonés, fraile que gustó el deleite que produce la
huida del mundanal ruido. Yo quiero caer en un deleite prosaico, en el terco
empecinamiento de insistir e insistir en lo mismo. Por eso el "como
decíamos ayer y anteayer... ".
Vuelvo para continuar con las viejas prédicas de Oiga a favor
de la libertad, libertad sin otro límite que el código penal; del orden, no del
orden del un, dos, de los cuarteles sino del orden que emana del imperio de la
ley, un orden que no sea imposición del gobernante sino pacto legal entre el
mandatario y los ciudadanos; a favor de la justicia social o sea de una
racional distribución del bienestar; y también de la moralidad en todos los
niveles, de la decencia pública.
He retornado en momentos en que algo de libertad se respira,
a pesar de que continúa la confiscación de los medios masivos de expresión y
sigue vigente, amenazante, el con negro humor llamado «Estatuto de la Libertad
de Prensa»; y a pesar de que la prensa diaria -la confiscada- salvo raras
excepciones, no sea otra cosa que boletín al servicio del gobierno de la
segunda fase de la "revolución" militar.
Vuelvo con los ojos en su sitio, mirando el futuro y no
atraso. Dispuesto a colaborar en una tarea nacional que hoy, ante la posibilidad
de que los militares devuelvan a los ciudadanos el derecho a gobernarse, se
hace imprescindible. Me refiero a la concertación de alguna forma de alianza
entre todos los peruanos para hacer frente a la crisis actual, que no sólo es
económica, sino también social y política. Una crisis excepcional que abarca a
la nación en su conjunto y que nacionalmente -sin exclusión de los militares
tendrá que ser superada, como tantas otras crisis lo fueron en el pasado.
Para dedicarse a esa pesada, serena y fecunda labor sale
nuevamente a la calle Oiga, esta vez con un 78 como moderno rostro.
Vuelve Oiga para ratificar su apoyo al necesario proceso de
cambio que requiere el Perú. Proceso de cambio que inició la Fuerza Armada en
1968 y que no debe detenerse, aunque muchas cosas se hayan hecho muy mal. Creo
que la historia le hará justicia a Juan Velasco Alvarado y estoy convencido de
que, a pesar de los errores cometidos, mucho peor hubiera sido quedarnos
congelados en un pasado sin alicientes ni perspectiva. Enmendar yerros,
enderezar entuertos, cambiar de rumbo, no sólo es un deber sino que esa tarea
puede ser un nuevo y gran impulso para insistir en el cambio y la renovación.
Vuelve Oiga con ánimo de extender el diálogo a la derecha y
la izquierda. ¡Que no nos parezcan osos salvajes los rojos ni ogros feroces los
conservadores! y vuelve para informar con la menor parcialidad posible,
alejando de sus opiniones todo sectarismo y dogmatismo, lo que no quiere decir
que haya perdido esa capacidad de indignarse que reclamaba el maestro don
Miguel de Unamuno ni que abandone la dosis de pasión que siempre ha puesto en
la defensa de lo que cree justo. Oiga 78 seguirá manteniendo, dentro de la
evolución natural de la vida, la inquebrantable posición política de la revista
o sea, para decirlo en términos accesibles, este semanario seguirá siendo de
izquierda. De izquierda porque cree que los medios de producción y las riquezas
del país deben estar al servicio de la sociedad y sus beneficios distribuirse
con una racional equidad. Desde este punto de partida se podrá llegar a metas
fecundas por medio de distintos mecanismos, que no pierdan de vista que la
política es ciencia de lo posible, que actúa sobre realidades y no sobre
abstracciones. Actuar en contrario significará, tarde o temprano, hundirse en
el fracaso. Oiga 78 tampoco echará al olvido un claro lema de Arnold Toynbee,
que la revista ha hecho propio: el hombre del futuro encontrará solución a las
dificultades del presente en una concepción equilibrada entre la justicia
distributiva que ofrece el socialismo y el incentivo al individuo para que éste
dedique su imaginación y energía a la creación y a la producción; algo parecido
a eso que Alemania Occidental ha bautizado de sistema con economía social de
mercado, sistema que se va aplicando de acuerdo a la realidad alemana.
Vuelvo también, por lo tanto, para aclarar otra vez -y no
será la última seguramente- ese dificilísimo equilibrio del justo medio en el
que siempre ha tratado de colocarse esta publicación, postura de realista
sensatez que Oiga defiende con pasión y que le ha valido y le valdrá el
calificativo de reaccionaria para la izquierda delirante y de procomunista para
aquellos caballeros que no entienden ni entenderán que el mundo, como la vida,
es mutación, cambio, evolución. Oiga es de izquierda porque, sin satanizar a
nadie ni a nada que no sea la corrupción y la inmoralidad, se siente al lado de
los humildes, de los necesitados, y no de los ricos; porque le repugna el dogma
y propicia el diálogo sin barreras; porque abomina cualquier inquisición;
porque cree que no hay mayor castigo para un pueblo que el mantenerlo en el
oscurantismo, en la sumisión a «verdades» administradas por una jefatura
maniquea, omnisciente y omnipotente; porque estima que no hay desarrollo
popular sin libertad para informarse, pensar, expresarse y elegir; porque no
admite que los pueblos sean como niños, pasibles de tutela. En otras palabras,
Oiga se confía en lo que dijo don Quijote, el caballero de la Triste Figura, a
Sancho, su escudero, ilusionado aspirante a gobernador de ínsulas: si alguna
vez se ha de doblar la vara de la justicia, que sea a favor del pobre, del
desvalido, y no del poderoso.
Esta revista es de izquierda porque jamás aceptará la
soberana tontería de que es posible llegar a la liberación popular pasando por
«una necesaria, aunque pasajera, etapa de dictadura» policial. No caerá en
semejante disparate porque tiene la certeza de que los nobles fines nunca
podrán ser alcanzados por medios innobles, inmorales. La Historia enseña que
persistentemente los medios bajos y malvados han suplantado a los fines
propuestos, por muy nobles que éstos hayan sido; y siempre los suplantarán
porque el mal no puede engendrar el bien. No hay dictaduras buenas y no hay
dictaduras que no sean policiacas. La imposición, la arbitrariedad, el
despotismo nunca dejarán de ser siniestros y despreciables. Y porque Oiga
piensa así no es de derecha, aunque así lo califiquen los dogmáticos de
izquierda.
Pero una nota periodística no puede esquivar, eludir, a la
actualidad, no puede quedar en solemne enunciado de principios. Utilizaré,
pues, a la actualidad para darle fundamentación práctica a mi pensamiento.
Veo con profundo dolor, con angustiosa pena, cómo pasan los
días sin que el país advierta la gravedad de la crisis económica, política y
social en la que está sumergido y sin que ningún sector responsable tome en
serio la necesidad de llegar a un compromiso nacional, a un amplio
entendimiento cívico para poner en acción la única arma para superar la crisis:
en el campo económico, una alianza de la producción con las inversiones y, en
el político, un pacto nacional para el diálogo. No hay fórmulas mágicas en
economía ni en política. Y la realidad es ésta: si no se deja de satanizar a
los empresarios no habrá inversiones sanas, reproductivas, no habrá nuevos
centros de trabajo, no habrá crecimiento económico; como tampoco habrá lo
anterior si sigue la ola de huelgas pulsarías, si los trabajadores no entienden
que del cuero salen las correas y que no es conquista alguna la estabilidad en
el trabajo si ésta se convierte en factor que impide que siga creciendo el
cuero -los centros de trabajo-, porque la estabilidad sin producción, sin
productividad, sin disciplina, no es el mejor sistema para llenar la olla de la
casa, en donde la sobrecarga familiar es seguro que sí seguirá creciendo, con
nulas perspectivas de ocupación.
Naturalmente que, por pensar así, seré calificado de
reaccionario por el izquierdismo clasista y condenado a las profundidades del
infierno marxista, sin posibilidad de réplica, ya que en este punto es clara y
pública la posición sectaria, de olímpico rechazo al diálogo que no sea entre
catecúmenos, adoptada por la izquierda delirante; posición, además, pregonada
por ella sin disfraces: a un lado la clase trabajadora -aunque sus líderes sean
niños bien que nunca han trabajado- y al otro los explotadores. Y como es la
cúpula gochista la que maniqueamente separa al Perú en buenos y malos, los
calificados por ella de malos jamás tendrán oportunidad de dialogar con los
buenos, si antes no se convierten a la buena fé... ¿Se diferencia en algo esta
posición a la división en buenos y malos que hacía la derecha en la época
odriísta?...
Sin embargo, el caso tendría menor importancia si no fuera
porque la salud de la República requiere hoy justamente lo que esas dirigencias
gochistas entorpecen con eficacia: diálogo entre todos los peruanos,
esclarecimiento realista de la situación y planteamientos de entendimiento
entre la capacidad empresarial y la capacidad laboral del país. Porque es
necesario admitir y revelar que el Estado peruano, agobiado por una deuda
externa descomunal, está imposibilitado de reemplazar a la empresa privada en
la promoción del desarrollo; y también es indispensable divulgar que no existe
ejemplo conocido de desarrollo sin inversión, sea interna o del exterior...
¿Hay capacidad de ahorro interno en el Perú fuera del sector empresarial? ¿No
ha sido catastrófica la experiencia de este régimen, de esta
"revolución" militar, que quiso reemplazar las inversiones
extranjeras con préstamos extranjeros para hacer del Estado el gran
inversionista?... Las inversiones se esfumaron, el Estado se transformó en un
conglomerado empresarial elefantiásico e improductivo y los prestamistas están
en la puerta con las facturas de la deuda en la mano... ¿Hay potencia mundial
políticamente interesada y dispuesta a dar los muchos millones que hacen falta
para la ilusa tarea de hacer de este complejísimo país que es el Perú y de su
ineficaz régimen económico un modelo a seguir?
Frente a tan durísima realidad la sensatez exige no seguir
dividiendo al país en buenos y malos; más bien -como lo han hecho los propios
comunistas en algunos países europeos- es necesario abrir las puertas a un
modus vivendi entre capital y trabajo. Es indispensable que el empresario -que
aquí en el Perú no sólo pone su dinero en la empresa sino también su
imaginación y su capacidad gerencial- no siga siendo señalado como delincuente
y se libre del temor, que es cierto, a ser despojado en cualquier momento y con
cualquier pretexto por el Estado. Y es preciso, insisto, que empresarios y
trabajadores -al margen de naturales pugnas de clase-, así como el gobierno y
los partidos, comprendan que la crisis actual no se resolverá sin una firme
voluntad de entendimiento nacional. Las bases para ese concierto de voluntades
no son secreto de iniciados. Las acaba de precisar el presidente Morales Bermúdez
en su amigable charla televisada de la semana pasada. Sólo falta pasar de la
teoría a la acción.
Para alcanzar la meta, como he insistido tantas veces en
estas líneas, el diálogo es esencial. Sin embargo ¿estamos preparados
anímicamente para dialogar?...
Hace unos días, de paso por Lima, un amigo residente en el
extranjero -uno de los muchos talentos peruanos desparramados fuera- me decía
apesadumbrado y espantado: «Después de seis años de ausencia, me encuentro que
se ha hecho imposible dialogar en este país. Nadie entiende razones y mucho
menos las múltiples sutilezas que cada razón encierra. Basta que alguien haya
sido apenas rozado por alguna de las reformas o por los abusos del régimen para
que se erice ante cualquier argumentación de izquierda y dé beligerantes
muestras de un derechismo obcecado y pigmeo. Y también he hallado intratables
-terminaba mi amigo-, por dogmáticos y necios, por fanáticos e inquisitoriales,
a los hombres de izquierda. No hay con quién hablar».
Yo miraba con gesto comprensivo a mi desilusionado amigo y
meditaba en la difícil, quién sabe imposible tarea que se ha impuesto Oiga 78:
hacer entender a la gente que los razonamientos, cuando no son estériles
monólogos, no debieran excluirse unos a otros sino, al contrario, bueno sería
que se entrecrucen para conformar un diálogo, dando así signos de vitalidad e
inteligencia. Pensé en la incomprensión que despertaría esta urticante posición
del justo medio escogida por Oiga 78, con ánimo de interpretar la conciencia
nacional y no sólo la de un bando. Sobrarán -calculé- los que se pregunten ¿qué
beneficios pretenderá lograr Oiga 78 con esa postura arribista de ponerse al
medio?
No entienden, quienes equivocadamente creen que justo medio
es intentar estar bien con todos, que se trata de la más incomprendida y la
peor pagada de las posiciones, quién sabe la más ingrata, pero también la más
necesaria en el Perú de hoy. Porque el justo medio -adviértase el concepto de
justo- no indica colocarse en el fiel de la balanza, en la quieta neutralidad,
sino en hurgar razones en los argumentos de un bando y otro y en tratar de
conciliarlos fomentando el diálogo, con el propósito de encontrar una solución,
que nunca será del agrado de los fanáticos, por desgracia hoy tan abundantes en
nuestra patria.
Creer que los problemas del Perú -que han llegado a un punto
de colapso- podrán solucionarse sin la participación de todos los peruanos, sin
un diálogo nacional, es una simple insensatez. Y contra ella se alza Oiga 78.
También y sobre todo contra la otra «solución», a la que aspiran los
sectarismos de todos los colores: la totalitaria aniquilación del adversario.
El justo medio es hallar la difícil solución democrática -gobierno del pueblo,
por el pueblo y para el pueblo-, que le cierre el paso a la tentación
totalitaria de derecha e izquierda.
Vuelvo del destierro con el firme propósito de cumplir esta
tarea, repitiendo las mismas invocaciones de los Oigas de ayer y de anteayer.